La Llorona
Esta leyenda ocurrió en la época de fin de la conquista e inicios del periodo Virreinal, la Ciudad
de México, continuando con su tradición mantenían el nombre de la Cuidad de los Palacios -
nombre acuñado siglos más tarde por Von Humboldt-, en esos tiempos subsistían sus
magníficos lagos; Texcoco, Xochimilco, Chalco, Xaltocan, Zumpango, irrigados por las nieves
derretidas de los imponentes volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl y por sus sierras que
conforman nuestro Valle de México.
De las pirámides y los templos destruidos de la gran Tenochtitlan emergían los nuevos palacios
de arquitectura española con rasgos de la insipiente cultura mestiza novohispana. Con las
piedras de las construcciones Aztecas se levantaban los nuevos edificios.
Las calles del Zócalo o Centro de la Nueva España aún se encontraban con acequias y
grandes y bien conservados canales, recordemos que durante el periodo Azteca era más fácil
transitar por la ciudad a través de canoas.
Otro de los rasgos distintivos de la Ciudad eran sus productivas chinampas, las cuales en ese
momento tenían dos funciones principales; por una parte, proveer de alimento a la cuidad a
través de las cosechas en sus fértiles tierras extraídas de las profundidades del lago y por otra
parte eran nuevas tierras para uso habitacional.
Las mujeres indígenas conservaban su belleza innata, enormes ojos negros, cuerpos sanos y
fértiles, entereza en el carácter, con una mirada profunda impregnada de misticismo y candor,
que incita a cualquier hombre a transitar con ella por la vida.
La Llorona fue una mujer hermosa descendiente de la orgullosa raza mexica o azteca, que por
azares del destino se cruzó en el camino de un hidalgo español, y al conocerlo intimas fibras
de su corazón se estremecieron, la leyenda de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, volvió a
su mente, el enigmático hombre barbado de ojos azules y piel blanca con sus enseñanzas y
su infinita bondad; la estremecieron.
Y el hidalgo español y la hermosa indígena azteca dejaron de lado todas las
convencionalidades, costumbres y tradiciones sociales para ser únicamente un hombre y una
mujer que se amaron de manera irreflexiva, irracional, profunda, luego conocerse.
Y en el seno de su nuevo hogar todo funcionaba bien, ambos se sentían plenos el uno junto al
otro, se querían y se respetaban, en su casa se respiraba un mágico ambiente que llegó a
culminar cuando nacieron sus hijos, sí sus hijos eran el resultado del mestizaje, mescla de
razas; que con el paso del tiempo daría origen a la nueva identidad mexicana, no éramos ni
totalmente indígenas ni totalmente españoles.
Aquella mescla de razas no era del todo aceptada socialmente, es probable que también ellos:
tanto la Llorona, como el padre de sus hijos; el español, se cuestionaran por momentos su
lealtad hacia su gente, su pertenencia a su raza.
Él siempre fue un padre amoroso y tierno con sus hijos a quienes adoraba por sobre todas las
cosas, al interior de su morada prevalecía la alegría y felicidad.
Al dedicarse a sus menesteres el español recordaba que su llegada a las nuevas tierras
conquistadas obedecía al interés por lograr triunfar en la vida, mejorar su hacienda, acumular
bienes y riquezas y retornar ya sea de visita o por temporadas con un hombre exitoso a
España, su madre patria.
Porque en la madre patria lo aguardaba su familia, sus padres, sus hermanos, sus amigos, su
prometida.
Porque el español desde siempre fue un hombre comprometido, en España lo aguardaba una
hermosa y núbil mujer, de tez blanca con rizos de oro y mejillas del color ocre durante los
veranos cuando los rayos del sol acariciaban su faz, mujer que esperaba con ansias su retorno
o remontar allende el horizonte a través de un barco para arribar a las tierras prometidas y con
su futuro marido.
De pronto el carácter del español empezó a transformarse, inexplicablemente se mostraba
irritable y taciturno todo el tiempo, se ensimismaba en sus pensamientos y ligeras y raudas
nubes grises cruzaban por sus ojos de cielo, algo en él estaba sucediendo y la Llorona no
lograba descifrar el misterio que envolvían sus cambios repentinos de humor, sin embargo, su
amor por sus hijos no declinaba en lo más mínimo.
No era rumor, era una afirmación, todos en la ciudad sabían que pronto se celebraría una
suntuosa boda, la catedral erigida sobre el templo mayor sería la cede donde se realizaría la
boda del exitoso español y la hermosa prometida que llegaría de España justo el día en que
se unirían en el sacramento del matrimonio, ella llegaría en la víspera con su nada despreciable
dote.
La Llorona sabía que el padre de sus hijos construía un enorme palacio, que estaba casi por
concluir, pero él, no permitía que se inmiscuyera en sus asuntos, sabía porque eran
acontecimientos un tanto habituales la celebración por esos días de una boda más de un
español con su prometida que llegaría de España, por supuesto que sufría en silencio los
cambios repentinos de humor de su español, observaba las miradas de desprecio y burlonas
de sus vecinas, sin embargo, se mantenía serena y altiva, con la altivez propia de su raza.
Aquella tarde todo era fiesta y colorido, carruajes con comerciantes y hombres de negocios,
gente acaudalada y triunfadora de todo el país, mineros, misioneros, obispos y gente ilustrada
mayormente criollos, asistirían a la boda, la gente del pueblo por ser fin de semana se
encontraba engalanada con sus vestimentas domingueras.
La Llorona también se arregló y preparó a sus hijos para acercarse y observar de lejos aquella
tan mencionada boda. Porque ella no formaba parte de los círculos sociales de las clases
adineradas, pero eso la tenía sin cuidado, ella era feliz, así, con la vida que llevaba, sin lujos
excesivos, pero sin carencias significativas.
Cuando los vio, por un momento no podía dar crédito a lo que veía, la vista se le nubló por el
llanto, una infinidad de sentimientos cruzaron por su corazón; rabia, ira, frustración, un dolor
agudo la sofocó, sus hijos no entendían lo que le pasaba a su madre y rompieron a llorar con
un llanto incomprensible, lágrimas que ofuscaban aún más la exigua razón de la Llorona. Por
supuesto que creía que todo era un mal sueño, deseaba despertar de esa pesadilla, y corrió a
su casa y arrastró con ella a sus hijos. Y al llegar a su hogar se dirigió sus aposentos y continuó
con su amargo dolor. Casi como en un sueño, la lluvia irrumpió en la Ciudad, las calles se
anegaron, el lodo y los truenos destellaban en el ambiente, y ella tomó a sus hijos llevándolos
por esas calles solitarias y obscuras, cruzó canales y se situó a la orilla de lago en donde la
luna se reflejaba mostrando su lado obscuro, las aguas casi siempre tranquilas se mostraban
inquietas, como si presagiarán un desenlace inédito, y la Llorona ciega y sorda a las palabras
y al llanto angustiado de sus hijos, se internó en las aguas del lago, sujetando firmemente las
manitas de sus hijos caminó hasta que las aguas cubrieron totalmente los cuerpos agitados de
sus vástagos, hasta que dejaron de luchar por sus vidas, solo entonces ella los soltó y
sumergida en un su propio delirio caminó nuevamente hacia la horilla, sus ropas se pegaban
a su cuerpo y de pronto despertando de su sopor, la realidad emerge cruda y objetiva. Sus
hijos, dónde están sus hijos, se mira las manos aun cálidas, se toma los cabellos, voltea hacia
todos lados y no están, las aguas del lago parecen más agitadas con las gotas de lluvia
semejantes a piedras o guijarros que golpeaban inclementes todo al rededor. Por más que
gritó, por más que lloro, por más que imploró, sus hijos no aparecieron por ningún lado.
En las noches de lluvia, cuando el viento arrecia, cuando la población se encuentra guarecida
en sus casas, aún hoy en días se escucha un terrible lamento, un grito, que eriza la piel: -Ay
mis hijos, quién se los llevó.
México.
Uribe Aguilar Víctor Manuel.
Muy bonita la leyenda de la Llorona.
ResponderEliminarSaludos